Conocí a Antonio Cea en Morille. Hablaba de cosas de las que normalmente no oyes hablar a nadie. Deslizaba las palabras con suavidad para describir y destacar lo bello que nos sale al paso, al camino. Antonio es un conocedor de la estética y desde ese conocimiento la muestra al mundo sin doblez. Vive en su interior la combinación del binomio de los clásicos de la ética y la estética. De sus labios salen las palabras que hablan de belleza y de su voz, el canto a capela que ennoblece su discurso. Enhechiza al oyente con la conversación, y te lleva de la mano al mundo del misticismo y a los anhelos que se esconden en los conventos de clausura.
Antonio Cea es un trabajador incansable, un espíritu inquieto que está en una continua búsqueda, en una agonía unamuniana. Para él no tienen secretos las esculturas y las pinturas de nuestros más renombrados artistas. Valora, y mucho, a los virtuosos anónimos, a los artesanos populares, los que salieron del pueblo y que supieron plasmar en un trozo de madera o en un lienzo los anhelos y peticiones de los creyentes rurales a sus santos devocionales. Tuve el privilegio de ver con él la exposición de Miranda del Castañar «Los Santos de la Peste» y observé cómo vivía lo que explicaba. Cualquier detalle de una de las tallas allí expuestas producía en él una exhaustiva y sosegada consideración. Buscaba la armonía en cada figura y, lo que es más difícil de ver, la armonía en el conjunto de la exposición.
Pongámonos en situación. La iglesia de la Purísima. Un grupo de treinta personas junto al cuadro de Ribera iluminado para el momento. Un hombre de edad media, Antonio Cea, coge el micrófono para explicar a la concurrencia el modelo de belleza femenina en el cuadro del Españoleto. Todos escuchamos sus explicaciones con devoción. Antonio va desgranando sus conocimientos sobre los cánones de belleza hasta el siglo XX, y en un momento de su disertación, sin que nadie lo esperase, comienza un cántico que nos trasporta al séptimo cielo.
Desde las agustinas nos trasladamos en una mañana fría, a través de la calle gremial de Bordadores, a la Casa de Santa Teresa, y con sagacidad nos introduce en el misticismo. Aprovecha el espacio, lo hace en el mismo lugar donde la Santa Andariega compuso el «vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero». Y de repente, del recitado se vuelve al canto y en la sala se escucha el silencio, sí, han oído bien, se escuchaba el silencio. Los que allí estábamos sucumbimos a una sensación nueva. Había nacido en nosotros la meditación individual trascendental, aquella que solamente algunos logran.
Jesús Málaga Guerrero